No conozco lo suficiente la obra de Maquiavelo como para afirmar a ciencia cierta que el mudarse de ropajes para entrar en comunicación con las obras de los clásicos (esas antique corti delli antiqui uomini) sea exclusivamente metafórico. Su estilo abierto y su amor a la descarnada claridad nos inducen, en principio, a sospechar lo contrario —siempre que tengamos en consideración que el propio acto de cambiar las ropas sucias a limpias encierra en sí mismo una metáfora de contenido social e ideológico. Nótese que el autor escribe que el cambio de ropa ocurre en l’uscio (en este contexto, en el mismo umbral de la porta), lo que no debe entenderse al pie de la letra. Se lleva a cabo, como parece natural, antes de traspasar el vano (y no ante el vano), permitiéndonos observar que lo verdaderamente importante no es dónde se muda uno, sino para qué, ante qué hecho nos disponemos a vestirnos adecuadamente. ¿Es necesario apuntar que hay una reverencia en el acto de leer que hemos perdido? Desprenderse de los lodi de la vida cotidiana, de las marcas de la baser life que rechazaba con desdén la Cleopatra de Shakespeare ha sido, durante siglos, parte constitutiva de la lectura de las grandes obras literarias. Pero para Maquiavelo tiene aquí un sentido sacro, ritualístico, conviertiendo el hecho en la representación teatralizada —y veraz— del respeto por la Alta Cultura. Hay una ropa para trotar por el campo, que puede ser adecuada para juntarse con la brigata de amigos y parientes (ropa de andar por casa), pero que es poco conveniente para la reunión con los altos personajes (esté su presencia en persona y figura o en el interior de un libro), cosa que el eterno (e incómodo) cortesano que es Maquiavelo no puede olvidar. Poco convencido de los dogmas religiosos (la mala fama de Maquiavelo proviene, fundamentalmente, de la crítica eclesiástica antes que de la secular), el secretario florentino traslada su veneración al espacio consagrado de sus habitaciones privadas, donde habitan los libros escritos por los antiqui uomini (hombres antiguos), que es una bella manera de referirse a los clásicos. A la manera del doctor Torralba, rechaza enfrascarse en la lectura de los Padres de la Iglesia, desdeñándolos por escribir inconsecuencias o arbitrariedades en mal latín o en peor griego: es más provechosa la lectura de Livio o de Tácito, y más bella la de Ovidio o Petrarca. Y, al igual que el lector retratado por Chardin (Le philosophe lisant), al que se dedican las páginas de The uncommon reader, de George Steiner, adopta ante la lectura una actitud de máximo reverencia, tanto interna como externa. Sólo así, convenientemente purificado, Maquiavelo se siente listo para avanzar por entre las obras e interrogarlas en un esfuerzo de traslación a través del tiempo, y aplicarlas a las preocupaciones políticas que nunca soltaron a este secretario veneciano.
Pero volvamos al espacio y a su relación. En pasajes anteriores, Maquiavelo confesaba llevar consigo en la mañana algún libro, que leía en un lugar retirado: el Dante, Petrarca, o las ediciones de Tibulo u Ovidio —questi poeti minori (!!!)—publicadas por el impresor Aldo Manucio (tan afamadas y codiciadas hoy). Se trata de pequeños libros en octavo, aptos para ser llevados en el bolsillo y ser trasportados, cuya lectura proporciona un solaz inmediato: leggo quelle loro amorose passioni, et quelli loro amori ricordomi de’ mia: godomi un pezzo in questo pensiero (leo esas amorosas pasiones de ellos y esos amores, me acuerdo de los míos y disfruto un rato con este pensamiento). El acto de la lectura, en las inmediaciones de una fuente, apartado momentáneamente de sus preocupaciones de pequeño hacendado, propicia unas sensaciones distintas en su misma naturaleza, tanto por los autores seleccionados como por el marco donde se desenvuelve. En lo fisiológico, nos adentramos en las reglas y modos de lectura de los grandes infolios de la biblioteca de su estudio, con sus características de manipulación y empleo. En las ediciones en octavo, aún en cuarto, no hay espacio físico para ejercer un diálogo reflexivo con el texto. Piénsese en los amplios márgenes de un libro editado en tamaño folio, donde generaciones de lectores discuten con el texto por los decrecientes espacios en blanco, colaboran entre sí o con el autor, se contradicen, niegan o complementan los unos a los otros; en ediciones anotadas por contrastados escoliastas y donde el lector se siente impulsado a una lectura activa y responsable, a seguir las intrincadas madejas de referencias, a diseccionar el texto mediante el análisis y el comentario: epígrafes, capitulos, subrayados, marcas, abreviaturas, notas al pie o discurriendo ferazmente bajo la sombra de la marginalia, entresacados de ideas principales, resúmenes, acotaciones, glosas, aclaraciones, confesiones o excursos cruzan físicamente los ejemplares del siglo XVI que hemos conservado. Aún es más: en el retiro campestre, es posible hacer una lectura de placer, pero quedamos imposibilitados para la lujuria de la consulta, para el contraste con otros autores o comentaristas que demanda el estudio comprometido. La memoria es limitada, falible o incompleta. Los anaqueles del gabinete pueden contener la materia para un diálogo cortesano, propio del actual congreso; son capaces de recoger muchas voces, de alojar la polifonía de un coro pensante que nos permite ahondar con mayor precisión en un tema concreto. Por mucho que se pretenda en este siglo, leer los comentarios acerca de una obra o un tema hechos por personas extraordinariamente inteligentes profundiza nuestra comprensión y nos hace vislumbrar nuevos modos de ser nosotros mismos. En el eventual retiro de las labores campestres, en la lectura casual, quedamos sin embargo determinados a la escucha de una única —y es posible que seductora— voz. Nótese de qué manera influye no solo en los modos de lectura, sino en la materia a escoger: esos poeti minori (la cosa parece sacrílega para referirse a Ovidio) frente a la magna obra de Tito Livio o los consejos de Tucídides. El placer personal se enfrenta (o mejor: discurre en paralelo) al conocimiento que Machiavelli podrá extractar para el uso de los florentinos en la redacción de informes. Sólo en el retiro absoluto, en la serenidad del gabinete recubierto de libros, el antiguo secretario de Florencia se siente capacitado para ponerse a trabajar, atrapando, en un movimiento flexivo, a los autores desde el marco del pasado hasta el día presente en el que vivía.
No cabe duda de que estamos ante una acción que hace emerger graves escollos conceptuales. De algún modo, esta posición valida que los problemas de los hombres, la naturaleza de los gobiernos o las circunstancias y vicisitudes que se abaten sobre unos y otros funcionan bajo la ley del Eterno Retorno o de la semejanza suficiente. Siempre que se pretenda aprender de los hechos del Pasado para aplicarlos al Presente (el uso pragmático de la Historia) se ha de dar por bueno que ambos están unidos por el vínculo de una identidad similar. Es decir, que si en el pasado, el peligro de que César se vistiese las galas de la tiranía había sido conjurado por los puñales de Bruto y allegados (por poner un caso) y el asedio de Roma por parte de Porsena y sus huestes etruscas finaliza cuando el Scevola de turno se abrasa la diestra hasta los huesos, cada vez que haya problemas parecidos… ¿Se han de hacer acciones análogas, dado que en el pasado funcionaron? ¿Cómo pensar que una mente eminentemente práctica como la de Maquiavelo recomendaría tener bien dispuestos a un comando de Harmodios y Aristogitones o una lista de aspirantes al brasero? ¿Qué criterio seguir para seleccionar los datos pertinentes para que el Pasado nos enseñe algo aplicable al Presente? ¿Sólo se ha de apuñalar a un aspirante a tirano (en lugar de, por ejemplo, tratar de aislarlo políticamente, o desacreditarlo ante quienes lo apoyan, o de formar coalición contra él, o de disuadirlo, o de persuadirlo, o de ponerle bajo arresto judicial, o…) si estamos próximos a los idus de Marzo? Si la Historia funciona como Ley… ¿Cuáles son los datos objetivos que hemos de seleccionar para basar nuestro comportamiento político en el caso positivo del pasado?
No obstante, pese a que soy consciente de los remolinos que encierra el tratar de traslocar los hechos del pasado a un tiempo, lugar y circunstancias que no les corresponden (el extenuante ejercicio de la comprensión me sitúa en el mismo problema que tuvo Maquiavelo), una frase me inquieta sobremanera: mi pasco di quel cibo che solum è mio et che io nacqui per lui (me alimento de esa comida que es sólo mía, ya que nací para ella). La afirmación produce una profunda extrañeza hoy en día. Haber nacido para algo, salvo en boca de una persona extremadamente religiosa cuyos dogmas de fe incluyan la predestinación, ha dejado de tener el poderoso significado que tenía en época de Maquiavelo. En el caso de emplearlo, ahora lo usaríamos como una forma figurativa o como recurso de embellecimiento retórico. En cualquier modo, parece muy probable que esto no es a lo que Macchiavelli (y empleemos la tercera grafía) se refiere. Con una afirmación semejante, el florentino vindica su lugar en la vida con fiereza, con una feroz determinación. Su puesto —explica a Vettori— está entre los notables, entre los grandes personajes, da lo mismo si están vivos o si no, habiten en los libros o pululen por las estancias del Palazzo Vecchio. Giré donde quiera la inconstante rueda de la Fortuna, Maquiavelo está firmemente persuadido de que su tanto naturaleza como hombre (aspecto, capacidades personales, vocación) como la metafísica del Destino están en completo acuerdo para situar a cada personaje en su lugar en el mundo. Se nace con ciertas virtudes (o defectos) en un lugar concreto y en un tiempo determinado porque, de antemano, ese hombre va a ocupar un puesto definido de antemano que le está destinado a él y sólo a él. Esto no es un asunto de elección, va más allá de la simple psicología y va más allá de la figura del yo, de los círculos de relación y de familia, de la sociedad en la que se inscribe y la del tiempo en el que se habita. Para decirlo de otro modo: si al Weltgeist (llámese Destino o Dios) de la época de Maquiavelo se le hubiese antojado contradecirse a sí mismo y hubiese decidido que éste fuese, contra viento y marea, astronauta o ingeniero informático, Maquiavelo lo hubiese sido… bajo riesgo de subvertir el orden del mundo. Hoy una persona con vocación de arquitecto que ha terminado siendo tornero fresador —condicionado por la fuerza de las circunstancias o por sus propias capacidades— podrá sentir el peso del fracaso o la frustración que genera el enfrentar sus deseos con la realidad. Maquiavelo caído y desposeído de su cargo secretarial o del acceso a los gobernantes siente este hecho como transitorio, como una contingencia pasajera que hay que sufrir; en momento alguno se plantea que su caída sea definitiva, porque hacerlo sería como admitir que los ríos fluyen (o pueden fluir) hacia arriba (La única posibilidad que resta es, como parece obvio, que Maquiavelo confunda su destino y que, en realidad, no esté bien informado de lo que le depara el Mundo; pero es tal la seguridad de su frase que dudo mucho que haya contemplado siquiera tamaña posibilidad… al menos en lo que se refiere a las comunicaciones exteriores. Lo que Maquiavelo guardó para sí no tenemos manera de saberlo. No hay memorialistas que lo tuviesen en observación en aquella época). ¿Quién de nosotros puede hoy vincular su pequeña historia al destino del mundo con tal naturalidad?
Yo siento la vocación (y ya el mismo término es complejo; pienso en que soy mi propio vocatus y que la voz que me llama proviene de mí mismo) por los libros, por el estudio y, si se me apura, por asistir a esa antique corti delli antiqui uomini de la que hemos hablado. Mas… ¿he nacido para ella? Es indudable que pienso que esa pregunta tiene un planteamiento erróneo o incomprensible, y en este acto me distancio —todo mi siglo se distancia—del secretario florentino. Leemos (milagrosamente) las mismas obras, nos encerramos en el estudio las mismas horas. Tomamos pacientes notas y conversamos con los clásicos con el mismo respeto y con la misma (e infatigable) urgencia de preguntar. Hasta aquí las similitudes. Más allá de ellas, se abre un abismo de hábitos, de presupuestos, de intenciones.
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