El filósofo autodidacto es el título que ha pervivido de la obra de ese médico medieval que la tradición cristiana conoce con el nombre de Abentofail y que más apropiadamente llevó el nombre de Ibn Tufail. Nació en Granada en 1110, muriendo en Marraquech cerca de 1185. Conoció el esplendor granadino de los reinos de Taifas: es, por tanto, hijo de esa luz del pensamiento y la tolerancia que ardía en la península ibérica frente al tosco fundamentalismo cristiano, y que los historiadores medievalistas han tratado tradicionalmente de hurtar a los estudiantes. En el recuerdo histórico, fue eclipsado durante largos siglos por la tremenda fama del más dotado de sus alumnos —quien para nosotros se llama Averroes—, condicionando por tanto su ulterior fortuna editorial. En nuestro país —como, ay, viene siendo la costumbre— es, a lo sumo, discreta. Al menos, tenemos la edición (casi misteriosa) que Cándido Ángel González Palencia publicó en 1948, por no hablar de la (inencontrable) versión de Pons Bohigues. Mejor suerte ha corrido en Inglaterra: la obra que citamos es famosa por servir como fuente y génesis del (nada menos) Robinson Crusoe, de Defoe, y quizás por eso, se le ha prestado más atención. Es ciertamente lastimoso que siendo estas las tierras de nacimiento de Abentofail lo tengamos sometido a la condena del olvido.Tiene esta obra como punto central la naturaleza del conocimiento extático, tan querido para los heterodoxos sufíes, y que tan excelente fruto ha dado en las letras arábigas. Pero, de manera curva, Abentofail prefiere explicar el tema mediante la narración de la vida (absolutamente ficticia) de Hayy Ibn Yaqzan de una manera tan deliciosa, que el lector queda de inmediato encantado con el devenir de la historia. El comienzo de su vida es ya todo un locus communis que, por el reconocimiento, proporciona un vivo placer. Dice así:
Dicen que enfrente de esta isla en la que Hayy vivió, había otra, más grande, de playas extensas, de muchas riquezas y muy populosa, en la cual reinaba un hombre de carácter altanero y orgulloso. Este rey tenía una hermana, a quien impedía contraer matrimonio. Rechazaba todos los pretendientes, por no encontrar ninguno que le pareciera digno de ella. La joven tenía un vecino, llamado Yaqzan, con quien casó secretamente, según uso permitido por la religión dominante entonces en aquel país. Ella concibió de él y parió un niño. Y temiendo que se descubriese su deshonor y se revelase su secreto, colocó al niño (después de haberle dado el pecho) en una caja, cuya cerradura aseguró; salió con su preciosa carga al principio de la noche, acompañada de sus esclavas y personas de confianza, hacia la orilla del mar, llevando su corazón abrasado de amor hacia el niño y lleno de temor por su causa. Luego, se despidió de él diciendo: «¡Oh, Dios! Tú eres quien ha creado este niño, que no era nada ; Tú lo has alimentado en lo profundo de mis entrañas y Tú te has cuidado de él hasta que ha estado acabado y perfecto. Temerosa de este rey violento, orgulloso y terco, yo lo confío a tu bondad, y espero que le concederás tu favor. Está a su lado y no lo abandones, ¡oh, el más piadoso de los piadosos!». Después arrojó la caja al agua. Una ola impetuosa la arrastró y la llevó, durante la noche, a la playa de la vecina isla, anteriormente citada.Este es un motivo recurrente en la Literatura, que marca por completo el devenir del personaje. Abandonado por los suyos, siendo con frecuencia de alto linaje, el joven aprendiz de viviente va a partir en sus primeros años de un estado de indefensión social contrario a su rango. El motivo del destierro toma una forma casi criminal: de bien niño, sólo o en compañía, es lanzado a las aguas en una embarcación precaria. Con Hayy, un nuevo nauta infantil viene a sumarse a las huestes de la marinería temprana, haciendo causa común con Perseo, el Sinuhé de la dinastía XII (no me refiero a la novela de Waltari, sino al relato egipcio antiguo, que es infinitamente más rico), y el mismo Moisés. Del mismo modo que Simbad el marino recorre las mismas desventuras que Odiseo, Hayy se nos revela un nuevo Perseo, hijo de vecino y no de dios, pero seguidor de las mismas huellas.
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