Los fulani se extienden por gran número de países de África Occidental: sólamente en Benin y en Camerún quedan restos de gentes de esta etnia no islamizadas. Pueblo de naturaleza nómada y trashumante —esto implica firmes vinculaciones con el comercio—, su religión tradicional tenía que hacerse eco de esta realidad.
Así, su deidad suprema recibe el nombre de Gueno (que de güeno no tiene nada), el Señor Eterno que también se llama Dundari (Todopoderoso). Gueno estaba desde el principio en el «Ombligo de las Cosas», que es tanto como decir en el centro del Universo. Se comunica a través de las 28 vías del ciclo lunar con subdeidades emanadas de él, que a su vez están vinculadas a los cuatro elementos tradicionales, a los cuatro colores (amarillo, rojo, blanco y negro), y las cuatro ramas de la familia peul (o fulani, da lo mismo decirlo de un modo u otro), que son, como es bien sabido, Dyal, Ba, So, y Bari.
El mundo, a qué ocultarlo, es creación de Gueno, que lo extrajo de una gota de leche que contenía los cuatro elementos, con lo que a su vez, se formó una vaca hermafrodita: para los que no lo hayan entendido aún, la vaca también es el mundo.
Gueno, que crea y destruye a su arbitrio, no contesta a las plegarias ni a las voces de los hombres, sino que permanece inmutable en su labor; tampoco, en teoría, pueden hacerlo los espíritus emanados del cuerpo de Gueno, a fin de no introducir el desorden o la contradicción o el Caos (esas cosas tan malas para los dioses supremos) en el Universo.
Ya que Gueno no hace mucho caso de los mortales, encargó a la Serpiente Tyanaba que lo hiciese por él. Este curiosísimo ejemplo de sierpe pastoril tiene dos ayudantes: Foronforondu (ahí es nada), diosa de los lácteos y los animales hervíboros, por quienes vela, y su esposo Kumen (nada que ver con su homólogo del capítulo noveno del Libro de Nephi) , que viene a ser una especie de zagal espabiladillo, juez y parte de un texto de ese mismo nombre: compila dicho texto enseñanzas de carácter iniciático, extremadamente complejo y plagado de metáforas y giros de una riqueza desconcertante para sus lectores, sobre todo si estos son occidentales. Como texto mistérico, relata la iniciación del primer silatigi, que es el máximo grado de conocimiento (es al tiempo un rango jerárquico) acerca de la naturaleza de la floresta o del pastoreo al que puede aspirar un hechicero fulani, según nos cuenta Germaine Dieterlen, en Initiation among Peul pastoral tribes.
Nos despediremos para no abrumar a los lectores con estas locas deidades de nombres tan divertidos. Como dicen los fulani: a bon riviodisi (hasta que nos veamos).
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