Desde el tardomedievo, Fausto merodea por la conciencia occidental. Un hombre ávido de saberes —pensamos ahora— se troca un hombre ávido de placeres, de vida, como queriendo entender que no hay vida en el seno del estudio, que todo aprendizaje es fútil, y que el verdadero sentido del ser humano se halla entre la turbamulta y la francachela. Esta es, al menos, la peor —y más frecuente— lectura del Fausto de Goethe: no necesariamente la más superficial. En su génesis, Goethe no pudo eludir los hondos basamentos sobre los que se asienta la figura: por necesidad, Fausto había de ser un intelectual desengañado que vuelve su temblorosa cabeza hacia la primavera de la vida que no ha tenido por la distracciones lectoras. Todo estudiante poco aplicado, todo adepto a las hermandades de las Universidades alemanas (y por qué no: a las de todo el territorio occidental) se siente como en casa ante la enunciación de este pensamiento. Hay en los libros un profundo desespero, el Tiempo se acelera a nuestras espaldas olvidando llevarnos en sus alas: quien estudia, pierde el caudal para el que está hecho en potencia. Y oyendo tarde el aviso, ante el consumirse de la arena de los relojes, Fausto, temeroso de la muerte y arrepentido de sus estudios, hace lo más enorme (aunque la lectura no invita siempre a considerar a Mefistófeles como un ente horrible, sino antes bien como un magister vitae) que puede hacer un cristiano (que es tanto como decir, tanto en el otoño medieval como en el siglo XIX, simple y llanamente, un hombre): vende su alma al Señor de la Oscura Noche.
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