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miércoles, 3 de febrero de 2010

Genji Monogatari: Nueva versión de Editorial Destino

«Dudaría en afirmar que la perspectiva de La novela de Genji sea completamente femenina por la forma tan firme con que Murasaki se identifica con su héroe, “el resplandeciente Genji”. Sin embargo, la exaltación del deseo por encima de su satisfacción a lo largo de la novela puede ser un indicio de que la visión masculina del amor sexual es esencialmente secundaria».Harold Bloom: Prólogo a La Novela de Genji, Barcelona 2005 (ed. Destino)
Esta frase nos adentra en un problema. Brevemente: lo que habría que determinar es si esa «exaltación del deseo por encima de su satisfacción» es una lectura que señala una dicotomía, en la que esté por un lado el deseo, y por otro su satisfacción. Si es una lectura correcta de lo que ocurre en la novela, si la escisión es pertinente, las aventuras de Genji, el resplandeciente consumador, tienen su punto central en las abrasadoras (y súbitas) apetencias del protagonista y no en su culminación. Y cuidado, que debemos andar con tiento para no caer en los peligros de la estética lectora: no hablo de que sea más sugestiva o más brillante una parte que otra, sino que narrativamente quede claro que es más importante la una que la otra. Habría que dilucidar por tanto estos dos puntos esenciales que acabo de comentar: a) separación y b) niveles de importancia entre ambos sectores.
Ir más allá nos sume en otro problema que todavía hoy no tiene respuesta clara. ¿Hemos de pensar que aquella llevada y traída «exaltación del deseo» es un rasgo propiamente femenino y que, por tanto, toda narración que marque los tiempos a partir de este hecho tiene mayores posibilidades de ser encuadrada dentro del universo de lo femenino? De ser esto cierto, deberíamos ahondar más en la cuestión, porque es muy posible que esto sea verdad para una parte de las mujeres de una sociedad dada, pero no para otras que se enmarcan en diferentes contextos. Creo que se dijo con anterioridad, pero sería oportuno tratar de pensar si estamos ante una diferencia constitutiva, propia del sexo y por tanto, ontológica (o si se prefiere neurológica y hormonal, necesaria), o si bien es parte de una respuesta cultural relativa a unos papeles de distribución social (es decir, que es contingente, variable y mas propia de una clase que de un sexo). Suelo inclinarme por la segunda opción, porque la primera lleva aparejado el inmenso problema de que en el caso de encontrarnos a una sola mujer (ya no es necesario que sea escritora) más fieramente preocupada por consumaciones en lugar de por la «exaltación del deseo», tendríamos que encuadrarla dentro de lo patológico o de lo aberrante (o como se llamaba antes: las mujeres «hombrunas»; y del mismo modo, pero en el caso contrario, si cumpliese las premisas inversas un varón (de ahí esa incómoda clasificación de Clarín como creador femenino. No como creador de un universo femenino, ni como autor de un narrador femenino, ni de un escritor para mujeres, sino como un escritor femenino). Los psicoanalistas de tercera fila y los amantes torticeros de las neurociencias (atención: no todos los psicoanalistas ni todos los neurólogos) estarán frontándose las manos y afilando las uñas para declamar su rígido discurso determinista dentro de la crítica literaria.
Por otro lado: dos son las veces, me parece, que Bloom renueva su idea: la primera es la citada anteriormente «Dudaría en afirmar que la perspectiva de La novela de Genji sea completamente femenina por la forma tan firme con que Murasaki se identifica con su héroe, “el resplandeciente Genji”» (en la segunda página de la introducción), y dos páginas más allá, que el lector no debe considerar a Genji como un Don Juan, puesto que es claro que para Murasaki es particularmente simpático. Así, el juego de la creación tendrá que dirimirse entre simpatías e identificaciones. Puede colegirse que aquella simpatía a la que se refiere Bloom es aquella que adorna a Genji para el resto de los protagonistas. Inmerso en su universo de la sociedad heian y nunca suficientemente alejado de la cultura palaciega que la sustenta, Genji acumula encantos suficientes para encandilar no sólo a sus numerosas amantes, sino a los varones que lo rodean. ¿Es suficiente esto para hablar de simpatías? Es probable que pueda ser cierto, pero no queda claro que ello sea bastante para mencionar esas «firmes identificaciones» entre autora y protagonista. Sin duda, un prólogo no es un estudio exhaustivo, y es lugar más para bosquejar que para probar y razonar largamente todas las cosas que en él se afirman, y ésta es la única razón que permite calzar en un texto afirmaciones de este calibre sin que se le eche encima el ojo del lector. No sé qué es lo que le parecerá al resto. A mí me parece una manera totalmente innecesaria de meterse en boscajes espinosos.
El tercer punto renueva mis problemas metodológicos con la traducción. Por lo que he leído, no voy a poner en duda de que trasladar desde una lengua aglutinante tan compleja (y extraña, con sus rasgos altaicos y malayo-polinésicos sobre un sustrato propio) como el japonés contemporáneo a un grupo de lenguas tan dispares como lo son las indoeuropeas es particularmente trabajoso. Por descontado, es el mismo problema que hay para transvasar una lengua fuente a otra receptora cuando sus grandes familias son distintas. El juego de la re-creación se pone verdaderamente en juego cuando traducimos (por ejemplo) del árabe al castellano, lenguas tan absolutamente dispares que si quisiésemos verter directamente las palabras de una a la otra lengua, tendríamos un texto final ilegible. Roca-Ferrer hace mención a esto que digo al citar a Lafcadio Hearn:
«La frase japonesa más vulgar, traducida a cualquier idioma occidental, resulta completamente absurda, y la traducción literal al japonés de la frase inglesa más sencilla resulta ininteligible para un japonés que desconozca el inglés.»Lafcadio Hearn, Japan: an Interpretation, pg. 14 en La Novela de Genji: esplendor. Introducción de Xavier Roca-Ferrer, pg. 44)
Según parece, el quid de la cuestión está en lo que Hearn —buen conocedor del japonés— llama traducción literal. Incluso entre lenguas próximas, la traducción directa no es la mejor opción: ¿cómo traducir directamente al castellano j’ai mal à la tête?. Para este caso, emplearíamos traducciones oblicuas (aquellas que no guardan con el original el paralelismo requerido para que pueda aplicársele la designación de «traducción palabra por palabra»), con lo que sin más problemas, verteríamos la frase anterior por «me duele la cabeza», o, por poner otro ejemplo under lock and key por «a cal y canto» o «bajo siete llaves». No importaría por tanto que la estructura del japonés sea radicalmente distinta a la de (en este caso) el castellano, siempre y cuando el traductor hiciese su traducción de manera pertinente, sin crear idiotismos o rigideces innnecesarias.
Dicho esto, no será árduo comprender que el traductor de castellano se encuentra básicamente con los mismos problemas que se encontraron en su día los traductores franceses, alemanes, ingleses e italianos. Empero ninguno de ellos rehusó a preparar versiones en su lengua teniendo ante los ojos el texto japonés. Será una labor dura, qué duda cabe, pero será una labor que se llevará a cabo. Con mejor o peor tino. Pero se hará.
Son harto conocidos los disparates que ha habido cuando media una traducción entre el texto fuente y el receptor. Sin ir más lejos, se puede consultar los pasajes que Valentín García Yebra dedica a Francisco de P. Samaranch en su introducción de la Poética de Aristóteles (edición trilingüe pgs. 115-121, Madrid 1974) para encontrarnos de qué manera los errores de traducción se multiplican exponencialmente. Para evitarlos, toda Teoría de la Traducción indica que se traduzca con el texto fuente al alcance —y sin negar, aunque esto pertenecería a una praxis traductora, el consultar las traducciones posibles hechas en la lengua propia o en las ajenas conocidas. Ni que decir tiene que, puestos a no tener nada o a tener una traducción parcial que ofrece los mismos problemas, admito que cualquier ulterior Genji Monogatari viene bien. Pero esta no es la cuestión, no podemos rebajar tanto el criterio de calidad. Creo que el respeto por una obra (que el mismo traductor e introductor alaba sin reparos), merece una mejor suerte en la intenciones de la edición. Toda editorial que publica una obra traducida por vez primera (máxime si es una de las más señeras de la Literatura Mundial) ha de tener en mente el no hacer necesarias nuevas versiones, ha de tender a esa ideal «definitividad» y poner todos los medios a su alcance para que no sea necesario poblar el mercado editorial con una cuarta (la de Atalanta también es parte del mismo problema) edición de una misma obra. Aun por criterio comercial. Aunque sólo sea para que esa editorial sea la única que venda esa obra sin que otra pueda sacarle los colores y decir que su criterio de traducción no es riguroso.
Si problemático es el criterio de traducción, viene a sumársele un nuevo elemento. En esta edición, la novela en sí se abre con un capítulo espurio, titulado «Diálogo en una tarde de lluvia (a modo de prólogo)», que contiene la siguiente nota desconcertante:
«En la obra original este diálogo —el más largo, con mucho, del libro— aparece en la primera mitad del capítulo 2 («el hagaki-gi»). Como sea que es opinión generalizada que, a pesar de su extraordinario interés porque esboza con suma claridad la «filosofía de la mujer» que determinará a lo largo de la crónica las relaciones de Genji y sus compañeros con el sexo opuesto, desde el punto de vista estructural desequilibra gravemente la narración, nos hemos tomado la libertad de cambiarlo de lugar y convertirlo en un prólogo. Creemos que la idea no es en absoluto disparatada: críticos eminentes la han comparado al «primer tiempo de una sinfonía, en el que se exponen todos los temas principales» (Suematsu, Morris) y por norma el primer tiempo es el que abre la sinfonía. Para diferenciar este prólogo de los capítulos que lo seguirán y dotarlo de mayor agilidad, hemos optado por darle forma «teatral» o, mejor, de «diálogo filosófico» a la manera de los de Diderot.»Ibid., nota al pie, pgs. 57-58)
Lo más probable es que el lector tenga suerte al haber dicho esos dos críticos que era similar al primer movimiento de una sinfonía y no al tercero o aún al cuarto, porque en ese caso Roca-Ferrer, para seguir su irresistible lógica estructural (es impagable aquello de que «el primer tiempo es el que abre la sinfonía»), se hubiese visto obligado a mover una parte del capítulo segundo hasta el segundo volumen de la traducción, unas mil páginas después, más o menos. Y ya veis que este disloque no ha sido suficiente: se ha tenido que teatralizar el pasaje, anotando el nombre del quien habla antes de cada respuesta, e intercalando acotaciones teatrales entre paréntesis; por ejemplo «Señalando las cartas de colores» y «Riendo». No entiendo en absoluto las intenciones del editor: se me hace difícil que un traductor trate de «dotar de mayor agilidad» un pasaje, que elementos de juicio como que un pasaje «desequilibra gravemente la narración» le hagan arrancarlo de su lugar original e injertarlo en el lugar que le parece bien. Sería conveniente recordarla a Roca-Ferrer cual es la labor de un traductor: la mayor fidelidad posible a un texto construído por otro autor, no erigirse en el corrector del mismo.
Por cierto: el papel que le asigna al primer movimiento de las sinfonías como exposición de temas principales no es tal. En este caso, sería más correcto hacer referencia a la obertura operística partir de compositores del siglo XVIII (es paradigmático el caso de la Ifigenia en Aúlide, de Gluck), que sí que incluye los temas musicales más señalados de esa ópera, hasta las oberturas de las óperas de Wagner. El papel de los preludios de sus dramas escénicos posteriores es algo más complejo, y se saldría de las intenciones de estas notas (y, posiblemente, de mi exigua capacidad de explicación musical)

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