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jueves, 4 de febrero de 2010

Genji Monogatari (2): La mujer que escribía en chino (con una coda operística)

En la introducción Xavier Roca-Ferrer a la edición de la editorial Destino de La Novela de Genji se explica que las mujeres del periodo Heian escribían en kanas porque se suponía que no conocían los kanji (hanzi) chinos, ni, por supuesto, la lengua china, verdadera lengua de la cultivada clase palaciega de la ciudad de colinas púrpura y corrientes de cristal (o, para ser más breve, Heian Kyo).
Genji [está] escrito en su integridad en hiragana. (…) Por curioso que pueda parecernos, las mujeres dominaban esta lengua coloquial —y su plasmación por escrito en el kanabun— mucho mejor que los hombres, porque ellos estaban obligados, cuando querían hacer «literatura», a escribir en chino para demostrar que eran personas auténticamente cultas (el chino era, para los japoneses, el equivalente del griego para los romanos, o del latín para los hombres del Renacimiento). (…) No faltaban damas cultas como la misma Murasaki o Sei Shonagon que también conocían el chino, pero se consideraba algo excesivo que las convertía en algo así como las ridículas femmes savantes de Molière. Resultaba significativo que en la época, se refiriesen a la literatura escrita en kanabun o hiragana como «literatura femenina»
Por tanto, escribir en kana era al tiempo mujeril e inculto, aunque con una autora de la extensión cultural de Murasaki, tales prejuicios pierden su sentido. Murasaki debió conocer el chino con solvencia suficiente, según nos enteramos por el fragmento del diario que tan oportunamente inserta Harold Bloom en su prólogo a la novela:
Hay, también, dos armarios más grandes llenos hasta los topes. (…) El otro está lleno de libros chinos olvidados desde que aquél que los atesoró pasó a mejor vida. Cuando la soledad amenaza con abrumarme, saco uno o dos libros para ojearlos; pero mis sirvientas se reúnen a mi espalda para murmurar. «¿Qué clase de mujer lee libros chinos? ¡Ahí está la causa de sus desgracias!», repiten. «Antes ni siquiera parecía leer bien los sutras.» «Sí», quisiera replicarles, «¡pero no he conocido nunca a nadie que viviera más años por creer en tantas supersticiones como vosotras!» De todos modos, sería desconsiderado por mi parte, pues algo hay de verdad en lo que dicen.
El párrafo es interesante y habrá que estudiar hasta qué punto revelador, porque nos ofrece un laberinto de opciones por el que hemos de movernos con sumo cuidado. Si depositamos en el texto una mediana confianza, partir de que M. tenía libros en chino parece poco discutible. Tampoco nos causa problema asegurar su origen: los heredó de alguien que debió de tener la suficiente formación intelectual para leerlos (su padre, o una persona cercana en la familia). La ausencia de crítica ante este hecho (la autora no parece guiarnos a sus habituales consideraciones morales) apunta a que fue un varón, aunque no podamos afirmarlo con total seguridad. En la siguiente línea, M. afirma que saca en particulares situaciones de ánimo, algún libro del mueble para ojearlos (es el verbo que ha introducido el traductor, y que al contrario que el homófono hojear, carece del matiz distractivo, ocioso, superficial; antes, lo contrario: ojear es examinar con atención y detenimiento). Acto seguido, saltan las críticas oblicuas, en baja voz pero no lo suficiente para que la sensible escritora lo adivine o lo escuche. Murmuran las sirvientas que antes ni siquiera parecía (y quizás estoy siendo demasiado puntilloso) «leer bien los sutras». La referencia a los sutras budistas tiene el halo de ser la lectura más básica, aquella que todo lector de lengua china debe conocer: y quizás no por ser más fácil, sino por ser a la primera que se recurría (bien por su extensión editorial, bien por su importancia social) a la hora de conocer las letras chinas. ¿Qué hemos de deducir de ese parecía, siendo sobre todo M. una persona tan preocupada por las cuestiones de rango, por las directrices sociales y por su censura? La elocuencia del pasaje es engañosamente sencilla, porque M. no nos transmite qué es lo que es, sino qué es lo que piensan. Podemos estar —¿Es descabalado suponerlo?— ante una ocultación. Perfectamente pudo una mujer ocultar ante los otros aquellos conocimientos que la convertirían en objeto risible, y mostrarse abiertamente poco diestra frente a lo que manejaba con facilidad; o bien que las razones fuesen de atenuación, y no quisiese escribir sin ambajes que era ducha en la lectura de obras escritas en chino. Otra posibilidad pasa por que la percepción de las sirvientas fuese inadecuada, y que M. leyese los sutras con corrección y fluidez pese a que las sirvientas, bien por malevolencia, bien por desconocimiento, negasen este hecho. Finalmente, debemos admitir que el conocimiento de M. del chino fuese reciente en las fechas en las que escribió el texto, lo que nos haría alejarlo considerablemente de la escritura de su novela, porque en ellas hay pruebas de que conocía bien la poesía china.
La respuesta que M. consigna habita en el plano desiderativo: es la frase definitiva que se siente tentada a decir para concluir con un asunto desagradable pero que no da sean las razones cual sean (el decoro que una persona de rango ha de mantener frente a sus inferiores es la solución más probable): «¡pero no he conocido nunca a nadie que viviera más años por creer en tantas supersticiones como vosotras!». Esto merodea la crítica social y el ataque a las creencias de las sirvientas, y creo que no es casual que sean ellas las que ocupan menor rango. ¿Qué entiende M. por supersticiones? ¿Qué término se está vertiendo? ¿Son acaso creencias propias de gente sin cultura? ¿Ilogismos? ¿Tonterías? ¿Qué es lo que determina lo que es supersticioso —la palabra no tendrá el mismo campo semántico para una japonesa del X que para nosotros, pobres occidentales perdidos en el oscuro albor del siglo XXI— cuando el que los personajes eviten ir a casa por una señal de las estrellas se escribe con total naturalidad ?). Siempre que M. quiera decirnos que la relación entre el conocimiento del chino por parte de una mujer y la desgracia que la invade es infundada, hemos de restar a una crítica liberadora de este jaez la frase final, esté ésta barnizada de ironía o no, máxime cuando todo el párrafo anterior está construido sobre una acción habitual. Aquí se establece un juego de tensiones entre lo dicho y lo matizado, entre la atenuación y lo vuelto a confirmar. M. no escribe como si el recurrir a los volúmenes (rollos) de literatura china fuese cosa que hizo una vez, sino que por el contrario, se nos presenta como una acción que realiza con cierta periodicidad. De esta manera, aun cuando ese algo de verdad nos lleve a pensar que, en cierto modo, M. acepta la censura, la rebeldía de incurrir en su pequeño delito social con habitualidad nos conduce al punto contrario. Ambos platillos de la balanza contienen elementos, y entre ellos existe una confrontación directa.
La cosa no se detiene aquí. Releeamos el famoso pasaje del capítulo 2 dedicado al ejemplo de una mujer cuyos conocimientos no estarían tan alejados de los de la propia M.:
Si de mujeres se trata (y lo mismo podría afirmarse de los hombres), no hay nada peor que la que, con cuatro conocimientos a cuestas, pretende lucirlos a todas horas. Nunca tuve por recomendable una mujer empapada de las Tres Historias y los Cinco Clásicos, aunque he de confesar que la ausencia total de cultura tampoco me atrae. Una mujer sensata y despierta puede saber y entender muchas cosas aunque no sea una erudita. ¡Las hay que emborronan sus cartas con letras chinas hasta el extremo de que parecen escritas por un hombre! Me temo que entre las damas de primer rango de nuestra corte encontrareis más de dos o tres de esta clase… Luego están las que se creen poetas, y aprenden de memoria antologías enteras…Cuando redactan sus cartitas, son incapaces de escribir una frase sin aludir a los clásicos, venga o no a cuento. (…) Las listas se fingen más ignorantes de lo que son, y dicen la mitad de lo que podrían decir.
En parte, el pasaje teje un complicado motivo de autoironía, tristeza y muestra de las creencias habituales, creencias a las que la propia autora no era ajena en absoluto. Quizás por condesar tal número de facetas en un texto tan breve, su superficie se hace resbaladiza y difícil de aprehender. La definición del discurso de Una No Kami apunta tanto a la pedantería como al mero conocimiento. Siendo más exacto: no distingue entre ambas cosas, como si la sed de aprendizaje (y su culminación exitosa: la sabiduría) llevase aparejada la autoexhibición. Ni por un momento contempla la posibilidad de que el saber en la cabeza de una mujer pueda no adquirirse para ser lucido como si fuese bellas ropas. Así, recomienda a la mujer que «se finja más ignorante de lo que es», a fin de no ser apabullante, humillante para los varones circundantes, una idea que parece traspasar tiempo y culturas para erigirse como uno de los pilares más socorridos de la misoginia.
Pero sería erróneo querer ver a M. como una figura en rebelión contra los dictados más bajos de su cultura o como una feminista avant la lettre. Prácticamente el mismo discurso se traslada de la ficción a la diarística, para poder leerse en su diario:
Sei Shônagon, por ejemplo, es terriblemente engreída. Se juzga tan aguda, que hasta esparce en sus escritos caracteres chinos, pero si uno los examina con atención, dejan mucho que desear. Alguien que hace un esfuerzo tal para diferenciarse de los otros está condenado a perder la estima de la gente, y sólo puede augurársele un futuro infaustoUna de dos: o permanece la ambigüedad de la que antes hablábamos, o bien no hay distinción entre las ideas esbozadas, como si estuviesen firmemente encadenadas por una casuística de acero. Que Sei Shônagon sea engreída puede venir, por tanto, por escribir caracteres chinos, o por escribirlos de manera inapropiada, o por hacerlo dentro de un texto que no precisa tales aditamentos, o por no precisarlos justamente porque ella es mujer, o por su intención de distinguirse del común (¿de las mujeres?) empleándolos. O todo al tiempo.
Creo que las ideas fundamentales y las preguntas que suscitan quedan suficientemente remachadas. Estaba pensando en todo ello y ayer me encontré con un motivo parecido. Escuchaba la ópera bufa de Giovanni Paisiello Gli Astrologi Immaginari para dar una respuesta lateral al mensaje de Laura Sotomayor y decir que, al menos, la astrología había servido para que los Ilustrados compusiesen óperas para burlarse de ella. Resumo brevemente el libretto hasta el punto en el me saltó la referencia. Clarice es hija de Petronio Sciatica, persona privada cautivada por la Astrología en particular y por las ciencias ocultas en general. Petronio tiene otra hija, Cassandra, amiga del estudio de la Astrología; al contrario que su hermana, se nos presenta pretenciosa, vacua, y firmemente refractaria al punto que más debe interesar a toda muchachita: el matrimonio. Clarice no piensa de esa manera, y está firmemente decidida a casarse con su prometido, que lleva el curioso nombre de Giuliano Tiburla. Cuando el bueno de Giuliano, haciendo honor a su apellido, se troncha de risa ante el discurso astrológico-ocultista del padre de su amada, éste le prohibe que se case con ella. En la escena siguiente, Clarice habla con su hermana Cassandra, quien se muestra horrorizada de que su hermana quiera casarse antes que dedicarse al estudio de las Ciencias. La irónica (y esperanzada al tiempo) respuesta de Clarice es que ella no es tan profunda como su hermana, y que lo único que entiende es que:
Una donna letterata
Una mujer de letras
Che parlar voglia il latino
Que quiere hablar latín,
Sia di scienza un calepino,
Que sabe tanto como el diccionario,
Parli come un Cicerone,
Que habla como Cicerón,
Farà rider le persone
Hará reir a las personas
Ed ognum la burlerà.
Y todo el mundo la tomará el pelo.
Cambiando el chino por el latín, y sumándole el resto de los conocimientos (el saber tanto como el calepino, y tener una elocuencia ciceroniana), el asunto es el mismo. Ocho siglos más tarde se repite el mismo motivo que hemos estado siguiendo en las letras de Murasaki. Burla y escarnio social para toda mujer que se atreva a aprender.

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