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jueves, 4 de febrero de 2010

El Lancelot en prosa (1)

Dos reyes vecinos se encuentran en lo alto de una colina. El primero ha invadido los territorios del segundo aliándose con una tercera potencia militar: Roma. El segundo es vasallo de un rey allende los mares que ha causado graves perjuicios al primero por no querer someterse a vasallaje. Tras una dura batalla, el rey Ban de Benoic (el segundo de los citados), ha conseguido acabar con los aliados del rey Claudas, matando incluso en combate personal al legado romano, un ignoto Poncius Antonius. Pese a una victoria aparente, ha perdido numerosos caballeros y no ha conseguido liberar sus tierras. Ahora, sólo le queda una fortaleza en su territorio, rodeada de la marea de sus enemigos. Una vez concluídos los hechos bélicos, ambos reyes se disponen a parlamentar: en la particular retórica de la diplomacia de guerra, Claudas acusa a su enemigo de la muerte de Poncius; el rey Ban inmediatamente protesta ante una invasión sin motivo que le ha despojado de parte de su tierra. Pero a su vez, la réplica de Claudas no se hace esperar:
»— Yo no os la he quitado por el odio que os pueda tener, ni por nada que me hayais hecho, sino porque sois vasallo del rey Arturo, cuyo padre, Unterpandragón , me privó de mis posesiones. Si lo deseais, podemos llegar a un acuerdo: entregad el castillo y yo os lo devolveré al punto si os convertís en vasallo mío y aceptais que sea yo quien os invista con vuestras tierras.
Un oyente medieval no tendría dudas: romper el vínculo de vasallaje por semejantes razones es una felonía y, como tal, algo indigno de un rey que se precie. Mas el autor, hombre de grandes habilidades narrativas, no ha dejado la cosa tan clara. El Rey Arturo, señor natural de Ban de Benoic, no ha acudido en defensa de su vasallo cuando éste ha sido atacado por fuerzas extranjeras (entiéndase: más allá de sus vínculos feudales), y ese acto daría derecho a su subordinado para romper el pacto. De haberse planteado así la cosa, para los lectores la vindicaciones de Claudas, en el contexto de un mundo bravo en el que el derecho de conquista se justifica poco menos que por la valentía del invasor hubiesen tenido un sentido acorde a lo apropiado. No obstante, el carácter malévolo de Claudas se revela justamente por la proposición diplomática. Las armas dan derecho, pero las palabras son parte de un sinuoso sendero que con frecuencia llega a la traición. La sospecha del discurso es casi inmediata: sólo tiene derecho a hablar (a dictar) aquel que se niega valientemente, no el que otorga. La proposición del dar pone en guardia casi de manera instantánea.
Así, el rey Ban se negará a romper su vínculo de vasallaje con el rey Arturo y no reconoce como señor natural a sujeto tan artero como Claudas, por lo que las hostilidades entre ambos bandos proseguirán a lo largo de la novela.
Aquel que guste de las novelas de caballerías difícilmente podrá soslayar la ordenanza de las costumbres en la guerra en el medievo (y lo digo de esta manera para evitar de plano hablar de un Derecho de Guerra que aún no estaría desarrollado), y cómo los autores de estas novelas construían episodios basándose en sobreentendidos que sus lectores (o sus audiencias) eran capaces de captar con naturalidad. La lectura de pasajes como este exige del lector el reconocimiento de ciertas reglas y la capacidad de categorizar inmediatamente un hecho o un discurso como justo o injusto. No es que sea indispensable por fines extraliterarios (la formación del lector en los valores de una sociedad dada), sino que lo es para poder captar de inmediato en qué bando militan los personajes, porqué las malas acciones devendrán en justas (y complicadísimas) venganzas ulteriores. Es decir, y aún cuando no me guste hablar en estos términos, que son del todo punto necesarias para captar la psicología y la ideología de todo personaje que se pasea por el mapa de la novela.

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