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domingo, 7 de febrero de 2010

Kermesse

Cerca de 1630, Rubens volvió a Flandes tras su estancia en Inglaterra. Era ya un hombre maduro, incluso un anciano que había alcanzado la venerable edad de 58 años, cosa que era bastante para los criterios del siglo y suficiente para quien vivió tiempos tan convulsos. Podemos describir con cierto detalle su vuelta y qué es lo que hizo; eso sí, como suele ser habitual, no nos queda mucha noticia acerca del grado de nostalgia que le embargó al asentarse de nuevo en su patria natal. Quizás se mezclaba cierto grado de satisfacción con el feliz sentimiento de arraigo. En cualquier modo, algo distinto hubo en él a la hora de pintar en el año de su regreso la danza festiva de aldeanos (o kermesse) que vemos en la imagen. ¿Qué impulsó a Rubens, el erudito, el humanista, el «príncipe de los pintores y pintor de los príncipes» a salirse de su temática palaciego-mitológico-religiosa para situarse en el prosaico plano de la descripción rural? Sean cuales sean los motivos, no cabe duda de que estamos ante una obra maestra de la composición compleja y del control en la dinámica. Plasma el vigoroso derramarse del torrente humano dentro del estatismo vertical que se asienta con placidez en la izquierda del lienzo.
La alegría desbocada es casi palpable, y emana de la prodigiosa entrega a la danza, del completo abandono a la música. Me he preguntado a menudo qué manera tan absoluta de percibir la música es esa. En el centro y algo a la izquierda, semiocultos bajo la sombra del árbol y encaramados a un estradillo, dos músicos hacen instrumentos de viento (uno de ellos, posiblemente, de la familia de la dulzaina). A sus pies, se bebe, se conversa: pero sobre todo, las figuras capturadas en el instante se sienten poseídas por el espíritu de la danza y por el mágico influjo del amor. Bailar y besarse se funden en una misma acción, en un rito que se desarrolla con la más profunda de las devociones. Para los aldeanos inmersos en la magia de la fiesta, el abrazo es tan compulsivo como natural. Frente a las ciudades que ardían entre el feroz rigorismo protestante y la fiera Contrarreforma, la aldea es el último lugar donde puede refugiarse el fugitivo de la regla y el dictamen social. En la fiesta, el amor es público y quizás por eso, por desarrollarse al aire libre, goza de una excelente salud.








Sin abandonar en su totalidad los vaporosos azules de la distancia que marcan tanto el terreno flamenco como su escuela de pintores, Rubens baña la escena con los dorados del comienzo del ocaso. Sea sentados en el suelo, entre el fragor del moviento danzabile o en reuniones de pequeños grupos, estos personajes rubensianos esplenden vitalidad a unos niveles que son difíciles de alcanzar en este siglo XXI. Son hombres membrudos y mujeres lozanas, con la corpulencia propia de quienes trabajan en duro ejercicio físico, no refinados por la afectación de una educación cortesana en la que Rubens era un consumado profesional. Puede alegarse —como es natural— que no estamos ante una fotografía, sino ante un constructo que a buen seguro debe más al autor que a lo que puede ser una representación de la festividades pueblerinas; y no obstante, eso desplaza nuestro foco de atención, pero deja incólume la pregunta. El enorme afán vital que ardía en Rubens, aun en la ancianidad, es referente de su época. Si toda la actividad, desatarse de energías contenidas y alegría de vivir se puede condensar en el día de hoy en un yamasaki, es que algo inmenso hemos perdido: somos entonces los habitantes de un mundo muerto.
Observar un cuadro, leer una obra literaria o un tratado histórico de los siglos XV a XVII es penetrar en un mundo irradiado por energías extintas. La comparación de una kermesse con las festividades navideñas que vivimos en este apaleado siglo XXI es tan desequilibrado que podemos terminar dudando que sean actividades de la misma especie. Desorientados por el estruendo e inmunizados contra la música, caminamos en tumbos por nuestras desmayadas Nocheviejas. El ambiente puede ser fértil en nubes de pólvora y rico en alaridos, mas no obstante el mismo embotamiento que tenemos, nuestra falta de capacidad para tomarle el pulso al mundo que nos rodea es lo que nos hace proclive al grito desacompasado y a la industrialización, ya no sólo en la producción, sino en la escucha musical. Debiéramos recibir a Mahler como un milagro, elevarnos (incluso físicamente) con las corales de Bach, acudir en masa, como nos dice Casanova, a la representación de un motete de Mondonville. Por el contrario, recibimos el hecho musical con una falta de atención alarmante. Goethe afirmaba que con la lectura de las noticias de prensa se apuñalaba a la Literatura. Algo similar tenemos hoy cuando hasta la actividad más nimia está amenizada (amenazada) con música de bajísima calidad. Hemos extraviado la ilusión de la escucha por alguna parte, y ahora no somos capaces de hallarla por lado alguno.
Ayer mismo, en una céntrica calle de Madrid, y a la sombra no de un árbol, sino del inmenso edificio de FNAC, unos músicos, tan callejeros como los de la pintura de Rubens, tocaban con la mejor de las voluntades ante una indiferencia general poco menos que irritante. No es común escuchar dos trombones de varas, una trompa y una trompeta ni en los auditorios de cámara: ya sólamente el timbre, la particular textura del sonido tendría que hacer detenerse a los transeuntes. Y sin embargo, la gente pasaba de largo, apresurando el paso para comprar el último disco compacto. Ese comportamiento es tan contradictorio como revelador. En los usos industriales del consumo, el vórtice se situa en la compra y no en el producto. Comprar un disco compacto no tiene en sí nada de malo o de extraño, pero que lo hagan aquellos que están demostrando, una y otra vez, tal sordera ante la música parece incongruente. Forma parte, además, de la manifiesta incapacidad para la diversión conjunta que tiene esta maldita sociedad en la que nos situamos. Se ha borrado la diferencia de comportamiento público (en la calle) y el privado (en el interior de las casas) justo a la manera inversa que en la kermesse que hemos examinado: se danza a trompicones en sitios cerrados, insalubres. Nos escondemos, nos encerramos para divertirnos. Reproductores portátiles de MP3, I-Pods o discmans ahondan nuestra vocación eremita en las fiestas. Ni el beber en la calle acarrea ya un abandono a la felicidad comparable. Corren vasos y botellas —cuando no bolsitas de rulas o lonchas de farlopa—para animar una desmayada vitalidad que ya no se recupera.

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