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lunes, 8 de febrero de 2010

Pedantes de 1737


Desde el Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611) de Sebastián de Covarrubias, pedante era aquel maestro itinerante que enseñaba a los niños la Gramática por las casas. El Diccionario de Autoridades de 1737 conserva esa definición, mas incluye una nueva acepción que comienza a merodear el carácter peyorativo y burlesco que damos hoy a esta voz: «llaman también [pedante]», dice, «al que se precia de sabio, no teniendo más que unas cortas noticias de Latín». Pedantería (mismo diccionario) sería «ignorancia, torpeza, necedad, bobería, que particularmente se entiende del que se mete a hablar en Latín y dice desatinos o solecismos».
Estas líneas evidencian la relación directa entre sabiduría y conocimiento del latín que hubo en el XVIII entre las clases cultas. Pero por otro lado, sitúa el ámbito del delito de la pedantería en lugar muy distinto al de hoy en día: pedante es el falsario, aquel que se arroga conocimientos que no tiene y, al hacerlo, incurre en el babel gramatical, sobre todo en lengua latina. Lo censurable del caso es el hablar de lo que se ignora, jactarse de lo que se desconoce. La referencia al latín en la entrada pedante no varía en los subsiguientes diccionarios de la Academia de 1780, 1783, 1791 y 1803.
No es sino en la edición de 1817 cuando se acorta la definición, omitiendo mentar latines. De esta manera, pedante sería «el que se precia de sabio, no teniendo más que conocimientos cortos y superficiales». También la definición de pedantería sufre un ajuste, al desaparecer la mención al solecismo (quizás por redundante, porque los desatinos no son sólo semánticos, sino también gramáticos). Aquí se ha trocado la incompetencia lingüística por la falta de sabiduría en general. Sea en un ámbito particular o en el general, el pedante, empero, seguirá haciendo de las suyas durante los siguientes treinta y cinco años, sobreviviendo a cinco ediciones del diccionario de la docta casa (1817, 1822, 1832, 1837 y 1843).
En el diccionario de 1852 hay un singular cambio de redacción para las voces que nos ocupan. La primera acepción de pedante continúa siendo la dada por Covarrubias y que se ha mantenido invariable en todos los diccionarios anteriores. La segunda de ellas dice textualmente: «El que se precia de sabio no teniendo más que conocimientos ordinarios y superficiales» —hasta aquí, sigue el plan de 1817, pero añade a continuación, tras un punto y coma «y también el que hace vana e inoportuna ostentación de ellos, aunque sean sólidos o extensos». La pedantería, por su parte, se afronta de esta forma novedosa: «Vicio que consiste en afectar ciencia, vertiendo a cada paso especies recónditas, usando locuciones extrañas, sembrando citas y latines, y en especial delante de personas poco instruídas.»
Según esto, se entiende que pedante es tanto el que sabe como el que no, sin tener importancia en consecuencia el caudal de sus conocimientos, sino el ámbito donde los emplea y las intenciones que lo animan. Ocupando ambos lados de la puerta del conocimiento, se veda la entrada a la jactancia. Sorprende, por otra parte, que reaparezca el latín, pero justo con el uso contrario al que se le dio 115 años antes. Si en el pasado el delito era alardear de ser hombre de letras teniendo un latín endeble y garrafal, en 1852 importa bien poco que el dominio de esta lengua sea impecable con tal de que no se emplee ante personas carentes de instrucción. El delito se ha desplazado desde la impropiedad en el habla hasta la vanidad, el darse fuste, el alardear, etc., cosa que es calificada como viciosa. Aquí tengo mis dudas, que plantearé más adelante.
No debió quedar la Academia muy conforme con tal definición, que aguantó sólo las ediciones de 1852 y 1869. Quizás, teniendo tras la oreja el prurito de caer en la pedantería, no se estaba muy de acuerdo con unas locuciones («afectar ciencia, vertiendo a cada paso especies recónditas») que tendían al arcaísmo y que, como tal, podían ser señaladas como infectadas del mismo virus que denunciaban. Así, en su edición de 1884 se acometen importantes obras en esta entrada. Primero: por primera vez, la acepción del XVII, que siempre había estado en primer lugar («Maestro que enseña a los niños la Gramática, yendo a las casas»), cae al segundo lugar, ascendiendo ya la que hoy conocemos como primordial. La redacción es diferente: «Aplícase al que, por ridículo engreimiento, se complace en hacer inoportuno y vano alarde de erudición, téngala o no en realidad». Pedantería, entre tanto, queda reducida a su mínima expresión tautológica: es el «vicio del pedante» (y habría que pensar la importancia de que el delito quede definido por la actitud del delincuente, y no por la tipificación del delito en sí mismo). Queda claro por tanto que la inoportunidad del alarde no es sólo vana (y por ello, merecedora de una cierta censura o tironcillo de orejas), sino que además es ridícula: merece la risa, la presión popular a base de la carcajada o el terrible ataque de la burla social. Así, y no de otro modo, se ha de atacar a quienes ostenten de manera inapropiada su saber. De esta manera se define invariablemente en las siguientes ediciones de 1899, 1914, 1925, en la ilustrada de 1927 y en las del periodo franquista: 1936, 1939, 1947, 1950, 1956 y 1970. En las ediciones de años democráticos, 1980, 1984, 1985, 1989 y 1992, la acepción del maestro itinerante permanece, mas empleando el tiempo en pasado, demostrando con eso el desuso de la profesión. La definición lucubrada en 1884 hizo fortuna en todas ellas, aguantando un buen número de ediciones, y sufriendo apenas en 1992 un leve toque de redacción: «Dícese» —anota este diccionario—«de la persona engreída que hace inoportuno alarde de erudición, téngala o no en realidad», texto en el que cae la mención a lo ridículo. Algo es algo.
He repasado con cierta prolijidad las acepciones del Diccionario de la Real Academia Española porque me encuentro con que el campo semántico de la voz es cada vez más amplio y por tanto, más impreciso. Se viene acusando de pedante de unos años a esta parte a todo aquel que conversa y escribe sobre Humanidades, independientemente de su falta de voluntad de lucimiento y sin tener en cuenta ante quién se habla o en el lugar donde se escribe. En un giro espectacular, la pedantería se detecta por la misma materia del discurso y no las intenciones jactanciosas o la calidad del auditorio. ¿Quién —parece decirse— puede querer hablar del Nuevo Historicismo, de pianofortes del siglo XVIII, del concepto de negatividad en Hegel, o de una figura integrante del Cortejo de Dionisos, que tallada en amatista, previene contra la embriaguez? ¿Quien tiene en boca tales paparruchas inservibles más que para alardear de vanos conocimientos?. La propiedad en la expresión; determinados modos del discurso que no dan pábulo a esa terrible tendencia de validar de igual modo la opinión y la verdad, siendo su fórmula extrema ese nihilismo de patio de colegio que niega que pueda haber dicha verdad; la defensa de que un comentario atinado, centrado, profundo, y vasto no tiene la misma categoría que cualquier chalanería que se le enfrente, provoca de inmediato el calificativo de pedante. Se relaciona con una defensa jerárquica que ataca —piensan ellos— la democracia en el discurso. De la misma manera, un congreso sobre la literatura medieval danesa se torna un nido de pedantes; una clase magistral donde se versa sobre el estado actual de indoeuropeo es viciosa, ridícula, y afectada, cuando no engreída. Una conversación entre dos personas que aman el ático coloquial del siglo IV y que discuten animadamente sobre la vigencia del aoristo en una frase conservada de Platón, será objeto del público escarnio, sólo porque cierta parte del público que ha pegado ilícitamente la oreja no comprende de la misa la media. El arco traza así un círculo completo englobando todas las posibilidades del conocimiento humano. Si en el principio lo reprobable fue hablar de lo que no se sabe, ahora lo es hablar de lo que se sabe: en ninguno de los casos importa el contexto, que para estos adalides del concepto de pedantería tiene que sonar como un atenuante. Vicio a fustigar con el mismo empleo de la palabra, con la chacota a destiempo, con la carcajada tosca y bárbara.
De pedantes tilda René Wellek, el extraordinario estudioso praguense, a numerosos críticos literarios neoclásicos en el volumen I de su Historia de la Crítica Moderna (1750-1950). No da, empero, ejemplos de su pedantería, por lo que hemos de entender que, para él, el término agota toda explicación ulterior. Nos quedamos también sin saber a qué forma de pedantería se refería, y si el desplazamiento semántico de la palabra sufrió el mismo trayecto en inglés (W. escribe su obra en esta lengua) que en castellano. Quizás se refería a que tenían un mal latín jactándose de lo contrario y que, como corresponde a su época, eran pedantes de 1737.

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