Huyendo por los oscuros boscajes de la jauría humana que le persigue, un agotado guerrero llega a una casa solitaria levantada en torno a un fresno colosal. El hombre, un joven, casi niño, ha perdido sus armas en el combate y, acuciado por un elevado número de enemigos, se ha visto obligado a emprender la fuga. No le protege el brazo de su padre, el poderoso viejo que llama con el nombre de Lobo, de quien él se declara camada; por los torcidos senderos del bosque, entre las ramas y la oscuridad perdió su rastro encontrando sólo como prueba de su paso una piel lobuna. Ahora, ha encontrado refugio para su agotamiento. Se tiende en una piel de oso para recuperar sus fuerzas. En una estancia contigua, una mujer —indudablemente la dueña de la casa—lo ha visto entrar. Se extraña y no puede contener un ligero sobresalto. Esperaba a su marido, que ha salido a vengar una injuria contra su clan, y en su lugar, se encuentra con un extranjero herido y fatigado. Lo subsiguiente sólo puede ser entendido a la luz de la sagrada ley de la hospitalidad. La mujer —que también es extremadamente joven— no conmina al guerrero a marcharse, ni le hace notar ni por un momento que está violando la privacidad de un hogar que no es el suyo. Por el contrario asiste al guerrero, cuidándolo hasta el regreso de su marido. Cuando éste vuelve, una breve conversación con su huesped le hace comprender que es al mismo injuriador de su clan a quien tiene en casa. Le concede, en virtud del derecho de hospedaje, asilo por una noche: sólo cuando el día despunte habrá de enfrentarse a la cólera de sus armas. Dicho esto, el dueño de la casa marcha a descansar, dejando al extranjero agustiado: se encuentra en territorio hostil, ante el deber del combate y no tiene un triste cuchillo con el que defenderse.
Ha llegado el momento en el que el valor ha de superar la angustia de una muerte casi segura. Sin rendirse al abatimiento, con una poderosa vox clamantis, Siegmud invoca a su padre (que él conoce con el nombre de Wälse): ¿Dónde está él ahora, dónde quedó la promesa de la espada para afrontar las peligrosas pruebas de la vida? ¿Cómo puede arrostrar tamaña prueba desprovisto de armas?
Estas son las fuerzas que habitan en el corazón del acto primero de Die Walküre, de Richard Wagner. El papel de Siegmund, especialmente construído para tenor heroico (o heldentenor), precisa una voz profundamente dramática que sepa dar encarnadura a un héroe en tan duro aprieto. El juego de tensiones oscila entre el desplegarse de la semilla del valor y el desvalimiento del joven que aun no es plenamente adulto. En el vocativo, no obstante, el movimiento pendular está muy cercana a la bravura absoluta: con el pecho ardiente, reclama la deuda del acero. Cuando lo tenga en la mano —piensa—no tendrá dificultad para llevar a buen puerto la empresa; en los versos de Wagner, los combates armados se deciden no tanto por la maestría con la espada sino por fuego poderoso del valor.
Wälse! Wälse! Wo ist dein Schwert?Das starke Schwert,das im Sturm ich schwänge,bricht mir hervor aus der Brust,was wütend das Herz noch hegt?[ ¡Wälse! ¡Wälse!¿Dónde está la espada?La fuerte espada que yohabré de blandir en el combate:¿brotará de mi pecho el valorque todavía guarda mi corazón? ]
De esta manera soberana lo cantaba Wolfgang Windgassen en la verde colina de Bayreuth en la grabación más aterradoramente perfecta que conservamos de un ciclo completo de El Anillo. Al parecer, Windgassen había conducido durante horas desde Stuttgart hasta Baviera para sustituir a última hora al chileno Ramón Vinay. El aviso no debió dejarle mucho tiempo y la llegada a Bayreuth era acuciante. Tanto fue así, que los maquilladores y personal de vestuario estaban todavía ocupados con él cuando sonaba ya la orquesta, con las famosas escalas ascendentes y descendentes de violonchelos y contrabajos con que se inicia La Valquiria. En cualquier modo, si la cuestión era perder los ensayos, Windgassen no partía de mejores condiciones que el resto de sus compañeros (Astrid Varnay, Hans Hotter, Josef Greidl: y hoy casi da miedo saber que en algún momento de la Historia, sobre algún escenario, se reunieron cantantes tan mayúsculos), dado que el mismo director, Hans Knappertsbusch —el gran pope de la dirección wagneriana— también había sido convocado en el último momento. Sólo había tenido tiempo de ensayar con la orquesta el Götterdämmerung (y no con los cantantes). El clima en el que se inició la ópera era pues de suma improvisación, cosa que no suele ser un buen garante para el correcto (tan sólo correcto) devenir de una función. Y sin embargo, sea por la fenomenal profesionalidad de los presentes, por la casualidad, o porque durante aquellos días el Prodigio bendito llovió sobre Bayreuth, el resultado fue tan brillante que aun hoy estamos esperando encontrarnos alguna representación wagneriana que pueda asemejarse a ésta.
Volvamos a nuestro tenor. Vocalmente, Windgassen se encontraba en lo mejor de su carrera: tenía cuarenta y dos años, y había presentado su Siegmund por vez primera tan sólo seis años antes —con desbordante éxito. Por descontado, durante esos años (si es que no antes), Windgassen había conseguido colocarse en una posición cimera dentro del canto wagneriano. Eran ya reconocidos en la verde colina bayreuthiana sus interpretaciones de Parsifal (Knappertsbusch, 1951) y Lohengrin (Keilberth, 1953), siendo ambas, posiblemente, de las más bellas jamás grabadas. Pero si la interpretación de Windgassen es modélica en lo artístico, siempre hay oportunidad para tramar otro tipo de Siegfried. Para ello, es casi inevitable echar la vista a lo que ocurría en Boston dieciseis años antes, concretamente el 30 de Marzo de 1940. En estas fechas doradas se representó una Valquiria ultramarina que contaba con el heldentenor más impresionante de toda la historia de la fonografía. Se trata, como muchos habrán deducido ya, del cantante danés Lauritz Melchior.
En ese año, Melchior tenía 50 años, cosa que nos tiene que hacer juzgarlo como un tenor maduro. Más, todavía si cabe, si se echa un vistazo a su endiablada carrera. Melchior cantaba, como era común en la época, de manera despiadada o suicida, sin concederse descansos, y adoptando sin alternancia los papeles más duros del repertorio operístico. Sin embargo, las cualidades de emisión y registro de Melchior apenas mermaron. Estaba dotado de una voz para la que faltan superlativos: Ancha, caudalosa hasta la enormidad, bien timbrada, sin sufrimientos en las zonas de transición y de una rara homogeneidad. El danés además poseía una técnica canora de primera y un sentido de la musicalidad y del fraseo a toda prueba. Descontando su tendencia a la obesidad —común, por otra parte, en su tiempo para todos los cantantes: se vivía una época en la que se consideraba que la gordura favorecía las cualidades de los cantantes— que impondría sus limitaciones en escena, era la viva encarnación de la excelencia vocal. Claro que Melchior no ignoraba sus posibilidades y a veces las explotaba a despecho de la representación artística. Sin duda el amante de la ópera conoce que no falta en ella la exhibición o el entendimiento de ciertos pasajes como un desafío a los medios humanos. El fragmento que viene a continuación reproduce la llamada desesperada de Siegmund a Wälse. No obstante, Melchior adelgaza el pasaje de todo rasgo artístico que no sea la suprema exhibición de su inmenso fiato. Estamos en un momento más atlético que artístico; mas sin embargo, pese a todo la demostración, a semejante alarde (bien podía alardear, por otro lado, con tal voz), el grito viril de Siegmund en la voz de Melchior tiene respuesta inmediata: ya no por marcar el momento desesperado en el que se halla, sino porque no habría Wälse (o Lobo, o Wotan, llaméselo como guste) que fuese capaz de no escuchar semejante llamada. Juzguen ustedes mismos cronómetro en mano.
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