Povero figliuolo! - replicò la Lucciola, fermandosi impietosita a guardarlo. - Come mai sei rimasto colle gambe attanagliate fra codesti ferri arrotati? - Sono entrato nel campo per cogliere due grappoli di quest’uva moscadella, e… - Ma l’uva era tua? - No… - E allora chi t’ha insegnato a portar via la roba degli altri?… - Avevo fame… - La fame, ragazzo mio, non è una buona ragione per potere appropriarsi la roba che non è nostra… - È vero, è vero! - gridò Pinocchio piangendo, - ma un’altra volta non lo farò più. (1)
En el capítulo XXI, al Pinocchio le va cada vez peor: ha sido perseguido por una zorra y un gato travestidos de filántropos o de asesinos, estafado, burlado y, finalmemente, encarcelado. Habita ahora en tierra extraña, en los alrededores de la ignota ciudad de Acchiappa-citrulli (algo así como Atrapa-memos; y me pregunto si en realidad no es el nombre de toda ciudad), lejos del amor de su querido babbo y de la ayuda providencial de la Fata. Como tantas otras veces —y ésta es una novela escrita en tiempos durísimos—, siente la llamada acuciante del hambre; pero se ha quedado sin las cinco monedas de oro que el buen Mangiafoco (Tragafuegos) le había dado. Ante él sólo se abren las vastas tierras agrarias italianas. ¿Qué hacer cuando le está acometiendo il morsi terribili della fame (la terrible dentellada del hambre)? Pinocchio, que es al al tiempo niño y burattino, se muestra incapaz de sobrevivir en el interior de un mundo hostil sin la ayuda de los adultos. Sus pensamientos de madera infantil le dirigen presto a unos campos de cultivo aledaños, que aparecían cubiertos d’uva moscadella (de uva moscatel). Pero al avanzar al interior del cultivo, la terrible dentellada de un cepo de dientes metálicos le atrapa las piernas.
El dolor fue atroz. Entre gritos y lloros, aullaba por su liberación tanto como lo hubiese hecho todo niño de carne en su misma situación. Para su desgracia, no había viviendas cercanas ni pasaba nadie por casualidad por el camino. Sabemos que la tarde estaba muy avanzada porque se nos informa que el burattino temía que le sorprendiese la noche antes de llegar a la casa del Hada; ahora, que no puede moverse y que yace tendido en un campo ténebre alejado de toda presencia humana, se le derrama encima la noche a un velocidad pavorosa. Una prueba viene a corroborar aun más si cabe la hora del día en la que ocurrieron los hechos. En el diálogo que hemos visto más arriba, el interlocutor de Pinocchio es el insecto nocturno por excelencia: la Luciérnaga.
Si mi lectura es correcta, llegados a este punto y escuchada la conversación, uno empieza a sospechar que la Luciérnaga, en su fiera recriminación, no contempla el caso de otro modo que no sea una quaestio iuri. Su interrogatorio se lanza con premura al punto que le interesa: saber si hay razones (argumentos o situación jurídica que lo avale) para enajenar la propiedad privada. En el caso de haber respondido el muñeco que, en el Código Civil Italiano vigente en 1911, había un apartado que contemplaba como exento de culpa aquel que, acuciado por el hambre, tomase alimento que no fuese de su propiedad; o si por otro lado, Pinocchio hubiese contestado que, en ese país, era costumbre ancestral primar el sostén de la vida humana en lugar de la conservación de la propiedad privada, la luciérnaga lo hubiese aceptado como válido, considerando que el castigo al que se le estaba sometiendo era, aparte de cruel, radicalmente injusto.
Naturalmente, Pinocchio no tiene madera de jurista (permítaseme la broma) y se deja envolver en el discurso plano de su contertulio. El intercambio es breve y directo al máximo. La luciérnaga sostiene su cojera moral y su miope defensa de la propiedad privada con dos preguntas puramente retóricas. Una, cerrada, trata de arrancar la confesión de su adversario de que era consciente de que el alimento no era suyo, sino de otro. La segunda, por otro lado, es ociosa: aun siendo respondida, no aclararía la situación lo más mínimo. Termina este insecto leguleyo con el siguiente dictamen, que torpemente traducido, diría lo siguiente: «El hambre, muchacho, no es una buena razón para poder apropiarnos de lo que no es nuestro.»
Tal y como se concibe en el texto, no se contempla la posibilidad de que el incidente sea una quaestio facti antes que un asunto jurídico. Al parecer, nuestro simpático insecto no consideraba —al contrario que los juristas latinos— que necessitas legem non habet (La necesidad no tiene ley) y que justo el caso en el que está envuelto Pinocchio, por estar impulsado por la extrema necesidad, se excluye de esa situación normal donde gobierna todo sistema jurídico. Como tal, entra dentro de la región extrajurídica del caso de excepción por excelencia: la extrema necesidad que, según entiendo, no es un atenuante contra el castigo ni tampoco un eximente, sino por que por el contrario mora en un lugar que no puede ser violado por la Ley. Viene definida justo por algo que la Luciérnaga pide ciegamente: la máxima razón apelada —y la única válida en este caso para alejarlo del dominio de la ley— es el argumento vital en su raíz que esgrime Pinocchio; habiendo hambre, estando presenta la extrema necesidad que pone en riesgo la propia vida, no hay nada más que decir. El argumento es cerrado y cíclico, y como tal, absoluto, apabullante, completo.
No es cuestión en este escrito de recordar cigarras y hormigas, ni de hablar de esa tendencia contemporánea a reelaborar los relatos para niños para adecuarlos a la defensa de los valores actuales que no son, ni mucho menos, como los del pasado. No obstante, en un libro —como tantos otros escritos para los pequeños— lastrado con tan insufrible carga moral, que tiene tal vocación de enseñanza a sus jóvenes lectores, el pasaje resulta más indigesto aun si cabe. No le bastó a Collodi —Ferlosio dixit— con tratar de tomar el pelo a los receptores asegurando con desmaño que es mejor ser un niño sometido a la esclavitud del aula y la obediencia antes que un burattino libérrimo en sus acciones, trapisondero y trotamundos, cosa que no creen ni el más merluzo de los chavales ni el adulto más obtuso, no. Para colmo, intentó arrastrar las situaciones que, por su propia naturaleza, se escapan al dictado de la ley hasta la situación normativa donde gobierna sin piedad el Derecho humano. Mala cosa sería esa si Collodi persuadiese a los niños —tan pronto— que la defensa de la propiedad privada está por encima de la defensa de la vida humana.
Nota: 1. – ¡Pobre chico! –replicó la Luciérnaga, parándose a mirarlo apiadada–. ¿Cómo te han atenazado las piernas esos afilados hierros?– He entrado en el campo para coger dos racimos de estas uvas moscatel y…–¿Las uvas eran tuyas?– No…– ¿Quién te ha enseñado, pues, a llevarte, lo de los demás?– Tenía hambre…– El hambre, hijo mío, no es una buena razón para apropiarnos de lo que no es nuestro.
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