La infancia de Lancelot se desarrolla dentro de los veinte primeros capítulos de la gran novela en prosa que nos ocupa y en ellos, Farien brilla con luz propia. Si bien representa el ideal de caballero intachable, maduro en el combate y mesurado en sus acciones, al tiempo es un personaje que se debate en las redes del doble vínculo de vasallaje. Al contrario que otros héroes a quienes constriñen las ataduras, habita en el cumplimiento de la palabra empeñada, y su singularidad reside en no quebrantar nunca su vínculo, por antagónico que sea a sus propios deseos. La verdad es que el conocimiento que tenemos de su mundo interior es exiguo y oportunamente circunstancial: los anhelos de Farien sólo aparecen en la narración para ser aplastados de inmediato por el desempeño del deber en el que reside la verdadera hidalguía. En el respeto reverencial a la propia palabra, Farien se revela como el servidor de la Ley y de la Ética: ilumina con sus actos y su discurso el sentido de la caballería y de la noblesse. Hasta esta cima ha dejado su marca. El lector ya es consciente de a qué alturas puede colocarse un verdadero caballero, bueno entre los buenos, hasta que llegue la inmediata medida del Lancelot adulto. No obstante, la presentación de Farien en el capítulo IV es ambigua. Figura aparecida de la espesura del sotobosque, su primera acción roza la felonía: prácticamente secuestra de los brazos de su madre, la reina de Benoic, a los hijos de su antiguo señor feudal, que en su huída de una guerra devastadora que ha consumido tanto su reino como a su marido trata de ponerse a salvo bosque a través. El narrador justifica tal acción porque el caballero había sido previamente desheredado (expulsado) de sus dominios por el rey en castigo por homicidio. Es imposible saber cual es la naturaleza jurídica de esta muerte, ya que no concuerda con la tipología de Farien un asesinato traicionero. En cualquier modo, aunque acate la decisión de su señor natural, el hecho de su destierro resquebraja de alguna manera el pacto de vasallaje, y le impulsa a ampararse en al antagonista de su señor, el anteriormente citado rey Claudas. De este modo, los senderos del bosque han llevado al caballero a toparse con la esposa del que, in tempori belli, es su enemigo. No obstante, se compromete a no entregarla a Claudas. Las razones que aduce a Farien son sospechosas en su misma franqueza:
—Señora, grandes males me produjísteis vos y el rey, que ha muerto, pero el corazón no me toleraría que os entregase a malas manos, pues en cierta ocasión me prestasteis un servicio que ahora os voy a recompensar: vos me salvasteis una vez de la muerte y sentisteis que yo fuera desheredado; os voy a devolver el favor sacándoos a salvo de este bosque, pero tenéis que dejarme a los dos niños: yo los protegeré y criaré hasta que sean mayores y si recobran la tierra, me beneficiará. Si no lo haceis así, seréis afrentada si caeis en manos de Claudas, el de la Tierra Desierta.Si bien Farien se apiada de la comprometida situación de la reina, no lo hace ni por su condición de antigua señora, ni por la de dama desvalida. Es fiel a su naturaleza benigna al tiempo que a su mentalidad pactista (en cierta ocasión me prestasteis un servicio que ahora os voy a recompensar). Nada hay más grato para él que la cancelación de una deuda de honor o la devolución de los favores prestados; y sin embargo, confiesa con candidez que esa acción tampoco le va a ser gratuíta en el futuro: si recobran la tierra, me beneficiará. ¿De qué manera recibieron una declaración de este calibre sus receptores contemporáneos? ¿Acaso encendió en ellos la chispa del recelo? En el contexto de una novela escrita por una persona de una honda piedad religiosa (se ha especulado mucho tiempo si fue escrita por la larga mano de la Iglesia) la falta de desprendimiento en el discurso del caballero produce confusión. El lector no sabe a qué atenerse, necesita más datos para juzgar la identidad de un hombre armado que ha dado un firme paso al interior de la novela. No es hasta varios capítulos más adelante cuando comenzamos a atisbar cuan escrupulosamente ha cumplido Farien su promesa hecha de cuidar a los niños, ya que los ha servido con todo tipo de honores (….) [procurando] que tuvieran todo lo necesario, y sólo deseaba honrarlos, y de qué manera ese estrecho ceñirse es la característica fundamental del personaje. La sombra que ha proyectado el propio provecho se va alejando de él cuando Claudas se entera de que su vasallo mantiene ocultos a los herederos legales del reino que él mismo usurpa. ¿Le es entonces Farién traidor? Lambegue, sobrino de Farién, que tantas veces es el contrapunto de su tío, lo explica sin rodeos
Señor, si los tuvo escondidos no fue para traicionaros (…) pues nunca abandonó el vasallaje que tenía con el rey Bohores: por mucho que su señor hubiese hecho contra él, él debía proteger a su señor mientras estuviera vivo, y a sus hijos.
Ateniéndose con minuciosidad al pacto, ni Farién ni su sobrino encuentran que estén obligados a entregar a los niños al oscuro poder de Claudas; pero sin embargo, de alguna manera —porque nunca llegó a quebrantarse el vasallaje con el rey Bohores— sí ha de proteger la vida de sus jóvenes señores. La telaraña de las relaciones feudales es intrincada, y para moverse por sus hilos se precisa de una gran sutileza para discriminar entre derechos y deberes. Envuelto circunstacialmente en la trama, Farién ha de responder a las reglas que le han colocado en una doble entrega de palabra, sin que el cumplimiento de una suponga el quebranto de la otra. Si esto fuera poco, su mirada está puesta en su futuro ascenso, porque concibe como un aumento de su valer (y del crecimiento de su patrimonio) el mantenerse firme ante los pactos.
—Señora, grandes males me produjísteis vos y el rey, que ha muerto, pero el corazón no me toleraría que os entregase a malas manos, pues en cierta ocasión me prestasteis un servicio que ahora os voy a recompensar: vos me salvasteis una vez de la muerte y sentisteis que yo fuera desheredado; os voy a devolver el favor sacándoos a salvo de este bosque, pero tenéis que dejarme a los dos niños: yo los protegeré y criaré hasta que sean mayores y si recobran la tierra, me beneficiará. Si no lo haceis así, seréis afrentada si caeis en manos de Claudas, el de la Tierra Desierta.Si bien Farien se apiada de la comprometida situación de la reina, no lo hace ni por su condición de antigua señora, ni por la de dama desvalida. Es fiel a su naturaleza benigna al tiempo que a su mentalidad pactista (en cierta ocasión me prestasteis un servicio que ahora os voy a recompensar). Nada hay más grato para él que la cancelación de una deuda de honor o la devolución de los favores prestados; y sin embargo, confiesa con candidez que esa acción tampoco le va a ser gratuíta en el futuro: si recobran la tierra, me beneficiará. ¿De qué manera recibieron una declaración de este calibre sus receptores contemporáneos? ¿Acaso encendió en ellos la chispa del recelo? En el contexto de una novela escrita por una persona de una honda piedad religiosa (se ha especulado mucho tiempo si fue escrita por la larga mano de la Iglesia) la falta de desprendimiento en el discurso del caballero produce confusión. El lector no sabe a qué atenerse, necesita más datos para juzgar la identidad de un hombre armado que ha dado un firme paso al interior de la novela. No es hasta varios capítulos más adelante cuando comenzamos a atisbar cuan escrupulosamente ha cumplido Farien su promesa hecha de cuidar a los niños, ya que los ha servido con todo tipo de honores (….) [procurando] que tuvieran todo lo necesario, y sólo deseaba honrarlos, y de qué manera ese estrecho ceñirse es la característica fundamental del personaje. La sombra que ha proyectado el propio provecho se va alejando de él cuando Claudas se entera de que su vasallo mantiene ocultos a los herederos legales del reino que él mismo usurpa. ¿Le es entonces Farién traidor? Lambegue, sobrino de Farién, que tantas veces es el contrapunto de su tío, lo explica sin rodeos
Señor, si los tuvo escondidos no fue para traicionaros (…) pues nunca abandonó el vasallaje que tenía con el rey Bohores: por mucho que su señor hubiese hecho contra él, él debía proteger a su señor mientras estuviera vivo, y a sus hijos.
Ateniéndose con minuciosidad al pacto, ni Farién ni su sobrino encuentran que estén obligados a entregar a los niños al oscuro poder de Claudas; pero sin embargo, de alguna manera —porque nunca llegó a quebrantarse el vasallaje con el rey Bohores— sí ha de proteger la vida de sus jóvenes señores. La telaraña de las relaciones feudales es intrincada, y para moverse por sus hilos se precisa de una gran sutileza para discriminar entre derechos y deberes. Envuelto circunstacialmente en la trama, Farién ha de responder a las reglas que le han colocado en una doble entrega de palabra, sin que el cumplimiento de una suponga el quebranto de la otra. Si esto fuera poco, su mirada está puesta en su futuro ascenso, porque concibe como un aumento de su valer (y del crecimiento de su patrimonio) el mantenerse firme ante los pactos.
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