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martes, 29 de diciembre de 2009

A Midsummer Night’s Dream: pequeñas consideraciones

No sabemos con certeza si fueron cuatro o cinco los años desde que los últimos acordes de la música de Thomas Morley se extinguiesen en los jardines nocturnos de Elvetham, cuando William Shakespeare terminó de escribir una obra que, en la edición de Thomas Fischer —el llamado First Quarto— fue bautizada con el título de A Midsommer nights dreame (no A Midsommer-nights dreame, como dice Astrana Marín y cuyo error ha sido perpetuado ad nauseam por las continuas reimpresiones de sus traducciones), y que hoy conocemos, en grafía actualizada, como A Midsummer Night’s Dream. Se ha conjeturado por los elementos temáticos que es muy posible que hubiese sido elaborada para ser representada en el marco de las bodas de personajes nobiliarios, y se ha discutido con largueza lo que nunca se podrá saber: quiénes eran los hipotéticos contrayentes en esa ocasión o si la reina Elisabeth asistió o no al enlace y a la posterior representación. La insistente aparición de la triple boda y, sobre todo, el discurso de despedida de Oberon
Now, until the break of day, Through this house each fairy stray.To the best bride-bed will we,Which by us shall blessed be; And the issue there create Ever shall be fortunate.
(5.1.392-397)
Ahora, hasta rayar el día Que cada hada vague a su antojo Al mejor lecho nupcial nosotros iremos, y será por nosotros bendito; Y el que allá sea engendrado Siempre será afortunado.
se ha interpretado con frecuencia como un deseo que traspasa los límites del escenario y se dirige al auditorio. Otros lo han negado, explicando que no tenemos dato objetivo alguno que avale tal hipótesis y que el parlamento de Oberón y la temática esponsalicia bien puede funcionar en tanto obra teatral si se representa en un lupanar. Esto es, que cada obra, de Shakespeare o de quien se prefiera, mantiene su propia autonomía independientemente de su génesis y entorno de representación. Actualmente, y aunque el asunto no puede traspasar los límites de la conjetura, la crítica shakespeariana se inclina por la representación para la celebración de unas bodas nobiliarias en pro de la plausibilidad. Nadie crea, sin embargo, que se han bajado las espadas. Por el contrario, se mantiene una fenomenal pugna acerca de los nombres de los contrayentes que no acabará, me temo, hasta el Día del Juicio, cuando nos levantemos a son de trompeta y, revestidos de nuevo tanto nosotros como Shakespeare de nuestros abominables cuerpos materiales, podamos preguntarle, mientras esperamos el veredicto que nos mandará a los Infiernos, para qué ocasión exactamente escribió su obra.
Mientras tanto, sea como fuere y aunque no conozcamos con nombre y apellido el contexto de su estreno, hemos de notar que como tantas otras veces Shakespeare trasciende la obra de circunstancias y supera la coyuntura al componer algo que rebasa el mero encargo teatral y, si se me apura, las expectativas depositadas en él como maestro de comedias. Es indudable la habilidad alcanzada por el Shakespeare de etapa media, en pleno vigor creativo, y es difícil que ningún patrono, sea quien fuere, se mostrase descontento con la calidad final del encargo. Mas en ocasiones, el autor hace gala de una extraña irreverencias en la historia que no debieron ser pasadas por alto por los asistentes cultivados que atendían al desarrollo de la comedia, y que quizás se rebulleron en sus asientos al escuchar determinadas partes. Como espectadores habituados a las formas teatrales —tal y como hoy somos duchos en el noble arte de desentrañar videoclips o de percatarnos de las múltiples alusiones ocultas en los anuncios comerciales— debieron identificar rápidamente a los recién desposados con la pareja Teseo-Hipólita, y es de suponer que a sus oídos sonarían algo acres las palabras del primero al decirle, en los primeros compases de la obra:
Hyppolita, I woo’d thee with my sword, And wonne thy loue, doing thee iniuries
Hipólita, te he cortejado con mi espada, Y gané tu amor causándote heridas
Injuries (iniuries) son, como en inglés contemporáneo, heridas, mas Onions (A Shakespeare Glossary; enlarged and revised throughout by Robert D. Eagleson, Oxford 1986) nota que el término vale también por lo que se puede verter como agravios o lesión de los intereses propios. Las heridas pueden ser, por tanto, físicas o metafóricas. La espada de Teseo ha podido tajar tanto la carne como el reino de Hipólita. Aquellas personas que vieron en su día la obra no dudarían ante la elección, y antes de pensar en Teseo como un maltratador de mujeres tenderían a verlo como un destructor de reinos que se le oponían en batalla. Aún así, la cosa no se muestra demasiado halagadora con la identificación, al sugerir que el caballero ha ganado a su dama a fuerza de hacerle agravios, por más que en los dos siguientes versos, afirme con olímpica jactancia que ahora quiere conquistarla merced a la gloria y al relumbrón, algo que tampoco parece ni delicado, ni comedido. Sabiendo que los parlamentos amorosos tramados por Shakespeare podían ser extremadamente gentiles y que las réplicas de las damas eran capaces de ser tan agudas como afiladas, sorprende el silencio sometido de toda una brava Reina amazona como la elección más oportuna. ¿A qué, me pregunto, escribir un pasaje tan arriesgado, que roza la injuria a sus patronos?
Pobre dama y pobres familiares suyos, qué hubiese pasado si llegan a tomarse a mal los versos. Por fortuna —para nosotros y para Shakespeare— parece que no fue así fue. Es posible que no todo el público estuviese pendiente, y que, merced a esa escasa atención, no salieron a relucir los puñales de enmendar agravios. Así, los sicarios y los asesinos no buscaron al autor del insulto por las oscuras callejas londinenses, y permanecieron tranquilos, con las armas enfundadas, gastando honradamente sus monedas en tabernas y burdeles. El jubón del dramaturgo no precisó, por esta vez, el remiendo que mereció su osadía. Gracias a esa pequeña contingencia, descuido o falta de atención, Shakespeare pudo proseguir incluyendo nuevas osadías o inconveniencias en sus obras ulteriores, entre la que no es la menor (si la obra fue escrita, como parece, tras la revuelta de Essex en 1601), escribir tras la conjura de Robert Devereux que casi derroca a Elisabeth I, una tragedia en la que el monarca ocupa ilegítimamente su trono tras haber asesinado al rey, y donde el verdadero heredero se revela como un incapaz para gobernar un país. Siempre me ha divertido imaginar que, tras divulgarse Hamlet, con las soberbias interpretaciones de Richard Burbage alabadas en toda la capital, la reina Elisabeth tuvo que dormir durante una temporada con tapones para evitar que nadie le vertiese por accidente venenos en los oídos, y que maldeciría en el lecho durante una buena temporada el nombre del autor teatral que andaba dando ideas sobre las mejores maneras para llevar a cabo un magnicidio a todos y cada uno de los ambiciosos nobles de Inglaterra.

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