Entre 1512 y 1515, Matthias Grunewald pintó un óleo sobre tabla de roble para la iglesia del Hospital de San Antonio en Isenheim, que muy posiblemente es su más alta cima como artista. El retablo es monumental: desplegado, extiende sus alas algo más de tres metros y su altura sobrepasa los dos metros y medio. Con los batientes laterales cerrados se abre ante nosotros la escena de crucifixión recortada sobre los azules del anochecer. Un fondo rocoso deja ver más allá los contornos crepusculares de Jerusalén, ciudad que vuelve su oscura espalda a la escena dramática que tenemos en primer plano. En ella, con el madero transversal sobrepasando la tabla central, se extiende el crimen de la cruz en su acto final. A la izquierda, María, con un rostro que parece salido de la tumba (la palidez es mórbida y los verdes aplicados causan pavor) se comba hacia atrás sostenida sólo por el brazo de Juan el Evangelista. Éste gira su cara doliente hacia ella, mortalmente pálido, plenamente consciente de la escena que, años más tarde iba a servir de climax a su texto. Por los suelos, también a la izquierda, la Magdalena ruega por el milagro de la Resurrección o quizás implora por el perdón de sus pecados. Su cabeza está alineada en una horizontal que corre toda la composición —nace de la mano del Evangelista, pasa por la Magdalena, atraviesa las rodillas de Jesús y termina en el nudo de paño blanco que señala la cadera del Bautista— paralela al travesaño en el que están clavadas las manos de su maestro. No es posible tener un entendimiento pleno de la escena si no es notando que rebosa una violencia brutal. Grunewald trasciende la laxitud del cuerpo de Jesús en el Descendimiento de Roger van der Weyden, con sus figuras llenas de una contenida aflicción y se adentra en la retórica salvaje que configura el drama cristiano tal y como se entiende en los albores del XVI en el oeste del Sacro Imperio. Estamos en unos años brutales, en los que las continuas guerras, cada vez más cruentas y frecuentes han marcado a toda una generación. Envuelto en sus pensamientos, más reflexivo y recogido ante el mundo, Albretch Dürer (Alberto Durero) se entrega a elaborar su grabado acerca de la melancolía, mientras en Italia esplende la guerra que la Liga Santa sostiene contra Francia. Es quizás la inquietud contra un papado cada vez más ambicioso y contra una Roma desde donde emanan las indulgencias para recoger dinero con el que financiar sus actividades terrenales lo que hace que el joven Lutero comience a pensar en su denuncia. Que Grunewald no fue inmune a la doctrina luterana nos es bien sabido: en 1525, y sobrepasando con creces los cincuenta años (edad avanzada en un mundo duro), ha de huir por su apoyo a las revueltas campesinas en Brandemburgo y por su cercanía a las tesis de Martín Lutero. Su visión de la figura de Cristo, sin embargo, ya señalaba el camino para la posterior iconografía del protestantismo: toda la majestad ha sido borrada, toda la magnificiencia tardomedieval se ha desvanecido y sólo queda el espectador ante el espantoso ultraje hacia un cuerpo humano del que todo Dios ha sido desalojado. La sencillez de la composición obedece a este entendimiento privado, no a la gran pompa de las ceremonias promovidas desde Roma: al final, parece decirnos Grunewald, desaparece el escenario y la tramoya, y el creyente ha de afrontar la intolerable situación de permanecer cara a cara con el cadaver de su Maestro.
El color entre verdoso y ceniciento de la carne de Jesús, los brazos descoyuntados, los dedos engarabitados que apuntan al cielo en pleno rigor mortis, la cabeza espantosamente caída y los pies retorciéndose en escorzo nos hablan, como decíamos, en un lenguaje nuevo: la muerte de Jesús no consiguió aniquilar al hijo de Dios, pero destrozó tras horribles sufrimientos su cuerpo humano. Ante tal espectáculo trágico, donde la sangre chorrea en regatos por la base de la cruz, es imposible mantener la serenidad. Los personajes vivos, reales, humanos, no toleran digerir una visión semejante y son presas del colapso nervioso o del dolor inenarrable. Sólo el Bautista, a la derecha, que ya abrazó la muerte y habita en el Reino de los mártires permanece sereno, ajeno a la tortura del cuerpo, viendo quizás ya sólo las glorias futuras que le esperan a su bautizado cuando se siente a la derecha del Padre. El cordero, tan pacífico como diminuto, eleva su patita delantera sobre el cáliz, a la par que sostiene una cruz que prefigura, no ya una ejecución judicial sino una religión; es tanto la prolepsis de Cristo resucitado como los símbolos de la santa misa por la que millones de católicos vivos o ya difuntos, llevan perdido tanto mañanas de domingo como la felicidad desde hace dos mil años. Contrastadas, las dos figuras son anverso y reverso, opuestos que simbolizan una misma cosa a través de su suprema contradicción; de nuevo, en la composición, hay que trazar una diagonal desde el extremo izquierdo de la cruz hasta la cabeza del cordero, que pasa por ese cruce de caminos pictórico que son las rodillas de Jesús, o bien fijarnos en que la mirada (ojo) del cordero, que sigue la diagonal mostrada en la imagen número 4 y entender las relaciones esenciales de las figuras que las conforman. Ateniéndonos a la primera de ellas (imagen número 3), entendemos sin problemas que cruz, Jesús y cordero forman la presencia física, mundana, del drama definitivo cristiano. La imagen de mansedumbre, de joven vida que representa el cordero nos lleva a un abominable enfrentamiento que escandaliza el alma: que su presencia sólo es posible a través, ya no de la muerte, sino de la violencia, el sufrimiento y el crimen. Toda la vida presencial del cordero divino parte del hecho innegable de la muerte, y no se nos escapa que, en el rito cristiano, nace para ser aniquilado en los altares y que su sangre y su carne sean consumidas por obra y gracia de la transubstanciación. Misa tras misa, oficio eclesiástico tras oficio eclesiástico, el cordero sigue siendo matado y consumido para que Jesús, que muere cada Jueves, se levante de entre los muertos a cada domingo rumbo a los Cielos.
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